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La tristeza es minimalista



Llevo toda la vida huyendo de la tristeza… Es más:

          👉Ni me permitía estar triste
          👉Ni se lo permitía a los demás
          👉Ni me gustaba estar con gente triste
          👉Ni me parecía buena idea transitar esa emoción

¿Sentía tristeza? Seguro que en muchos momentos… Pero impedía que aflorase y se me fue quedando dentro.

Sin embargo, una cosa curiosa, aunque no me gustaba la tristeza ni la gente triste, tenía cierta tendencia a rodearme de este tipo de gente a quienes intentaba salvar constantemente.

Ahora entiendo que detrás de esa actitud había una tremenda necesidad de salvarme a mí misma.

Los lugares de mis tristezas



New York y la tristeza

La Gran Manzana… Nueva York….. ¿Quién puede estar triste visitando Nueva York?

Pero fue en ese último viaje que hice, con quien creía mi complemento, donde descubriría que la tristeza tiene matices que incluso se huelen y se esconden en algún rincón del Time Square o de la Quinta Avenida.
Sabemos que estamos tristes cuando la sonrisa duele, cuando reconoces que el día está gris o está “raro”. No, no es el día. No, no son las nubes, es esa intuición que a pesar que nos dice muy en el fondo que todo va a estar bien, le permitimos el protagonismo a esa fuerza que emerge y que nos invade por dentro. 

Sí, es ella, la tristeza. Que no pide permiso para acompañarte, solo llega para manifestarte que debes prestarle atención a ese pedacito de instante que estás viviendo, pero el desasosiego de no saber nos invade y preferimos deslumbrarnos con lo majestuoso del Empire State y huyes del silencio de donde estaban las torres gemelas porque allí, la tristeza hizo casa y la puedes sentir, por eso te vas.

¿Cómo se puede estar triste en Nueva York? Me lo he preguntado tantas veces. Pero en aquel viaje que hice con toda la ilusión de poner nuevos y mejores recuerdos a uno de los sitios que más me gusta, sería donde la frialdad del desamor, de la poca atención y de pronunciar un nombre que no era el mío, hicieron que la ciudad se hiciera gris, pegajosa, dolorosa.

Balance de fin de año


Todos hemos tenido años buenos y otros no tan buenos, de hecho llegamos a catalogar a los años de acuerdo a los acontecimientos importantes, podemos decir que el “dos mil tal” fue el de los grandes logros o que el “dos mil cual” fue el más difícil de todos, quizás terminando la primera década del siglo tuvimos gran prosperidad o padecimos muchos sufrimientos, lo cierto es que a los años le ponemos nombres y hacemos referencia de ellos cuando queremos recordar algunos sucesos, así que desde ya voy a etiquetar a este año como el año del cambio, el desapego y el desprendimiento.


Culminan estos 365 días y es como imposible no hacer un balance y reflexionar un poco sobre lo que se ha logrado y se ha dejado atrás, empezamos a verificar qué tanto nos hemos cumplido y qué sueños dejamos de soñar, particularmente este ha sido un año muy distinto para mi, con situaciones que en nada se han parecido a mi vida entera, un año que me ha mostrado el cambio como ningún otro lo ha hecho, y a pesar de que esté culminando, no lo siento como tal, porque precisamente el cambio me hace ver todo como un comienzo y no como un final.

Extrañarse a uno mismo



En estos días me ha dado por recorrer mi historia y rememorar mis vivencias, verme en distintos lugares a través de fotos y reconocerme en esa sonrisa abierta, en esa mirada quizás ingenua, en esos tiempos en los que anhelaba ser lo que soy ahora sin imaginar que tanto he cambiado, soy tan diferente a la de hace diez años, incluso a la de hace un año o a la de hace cuatro meses, de hecho seré diferente una vez que culmine de escribir lo que ahora lees, ya que soy de esas personas que aprovecha la escritura para limpiarse, para exiliarse de la indiferencia y para encontrarse con lo nuevo, utilizo las emociones para mover cosas en mi interior y para organizar mis sentimientos.


Cuando uno se ve a sí mismo en el pasado, cuando uno se recuerda al lado de las personas que ya se fueron, en realidad uno no extraña a nadie, uno se extraña a sí mismo en esos escenarios, en esos contextos, las personas te hacen ver cosas que no veías, y cuando no están, te sientes ausente de ti (la ausencia de otro remarca nuestra propia ausencia), ausente de lo que otros te brindaron, de lo que te hicieron ver, apagas entonces tu casa como si la felicidad viniera de afuera, y ocurre que cuando las personas han estado, durante su permanencia has encendido la luz de tu casa interna.

Detenerse para continuar


El ruido de la vida no nos permite detenernos, la exacta cotidianidad nos dice que así como todo transcurre está bien para ella: a la misma hora el despertarnos, el mismo tiempo perdido en el tráfico, las mismas reuniones, el idéntico trajín para regresar a casa; pareciera que a la autómata estabilidad no le gustara que le muevan nada de sitio en su diario vivir.
Pero cuando te detienes y te sales de ese entorno y lo miras desde afuera, te das cuenta que por mucho tiempo lo acogiste como tu zona de confort, te mentiste por una larga temporada y te dijiste a ti mismo que allí todo estaba bien, que justo así como los días transcurrían eran perfectos para ti.

Todos somos recuerdo



Pasar por la vida como si no se hubiese pasado es un gran error que muchos cometen, particularmente no me gusta jugar al incognito ni al desapercibido que nadie nota, apuesto mejor por el dejar huellas en el corazón de la gente, aunque sepa que pasaremos de moda en la vida de muchas personas y aunque no seamos tendencia de encuentros, es preferible cuando alguien nos recuerda y sonríe, a que nos volvamos un mal recuerdo.

Crecer implica saber cuándo nuestra estancia ha caducado en aquellos lugares donde sentimos que no le pueden ofrecer más a nuestra alma. Cuando se permanece por mucho tiempo en un espacio que nos va causando ambivalencias emocionales, es mejor entonces ir caminando hacia el desprendimiento, comprender que el aferrarse duele y que al soltar se aprende, nos ayuda a dejar con gratitud instantes de vida donde se avanzó hacia una merecida consciencia.