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La mujer intolerante


¿Por dónde comenzar a arreglar el mundo?

Aún tenían 52 kilómetros por delante y la nieve caía con fuerza. Llevaban ya cuatro horas de viaje y unos cuantos desencuentros.

A la mujer intolerante le exasperaba la actitud de su novio, tranquilo, sosegado, taciturno. Pura pasividad y falta de criterio. Alguna vez habían hablado de boda, pero eran como el agua y el aceite. Solo faltaba que se tiñera todo de blanco y quedasen atrapados en medio de la nada. Con lo mal que llevaba su madre la impuntualidad, más aún esa noche que se había dejado buena parte de la pensión en la opípara cena de Navidad.

Pero la nieve caía como queriendo borrar cualquier otro desvelo.

—Tendríamos que parecernos más a los yanquis —decía ella—. Aquí vemos como enemigo a cualquiera que tenga una religión distinta. Y desde el 11 de septiembre, peor, mucho peor, más fanatismo. En la escuela, la pobre Zurah ya no sabe qué hacer ni qué decir. Está hasta la coronilla de que todos la miren como si ella en persona hubiera hecho estrellar los aviones. Que se quite el velo, que se ponga ropa de aquí, que se parezca a nosotros, que si esto, que si lo otro... —Cortó el aire con un manotazo—. ¡Que vaya como le dé la gana! ¿No? Estoy segura de que en Estados Unidos son mucho más abiertos, que saben distinguir más, y eso que aquello pasó allí. Además: a ella le gusta la Navidad. Dice que en su casa la celebran. El problema no es suyo, es nuestro. Somos unos intolerantes de mierda.

La mujer autosuficiente


Últimamente su casa se sentía como una guerra constante, una lucha de egos y recriminaciones en donde ganaba el más fuerte o, al menos, el que pretendía serlo. Se miraron distantes como de costumbre y cada uno se sentó al lado opuesto del salón. Ella tomó el café entre sus manos y dio un sorbo lento mientras su mente seguía clavada en aquella frase que había escrito en la mañana, pero que se negaba a recordar: “El amor es un campo de batalla en donde gana el más fuerte”. Pero ¿en verdad lo era? No quería ni pensarlo.

La mujer autosuficiente vivía así, con el saber propio de sentirse una mujer autónoma e independiente. Una mujer decidida y única. Con el empleo de sus sueños, su propio dinero y la fuerte convicción de no cometer los mismos errores de mamá: ser vulnerable y mostrarlo. ¡Qué grave error! Ni pensarlo...

Siempre que pensaba en esto se decía para sus adentros “yo no soy ella, yo soy yo y dependo de mis propias acciones y decisiones”. Siempre lo había hecho, desde que era adolescente hasta entonces.
Cada mañana antes de despedirse de Juan se repetía estas palabras como un mantra, aunque por dentro flotara el mismo vacío gris que la hacía sentir incompleta, y la ansiedad le recorriera el cuerpo y la distrajera a la hora de trabajar. ¡Basta!

La mujer impulsiva


Aquella noche mientras más fuerte latía su corazón menos sonaba la debilitada  voz de la razón. Siguiendo sus impulsos la mujer impulsiva había terminado con una relación de 5 meses, estaba tan obnubilada que ni siquiera recordaba las razones que la habían llevado a tomar esa decisión. Para ella esquivar los embates que la golpeaban una y otra vez a lo largo de su vida se había convertido en un deporte extremo que no dejaba tiempo para arrepentimientos ni razonamientos.

Durante su adolescencia se le había enseñado a mantener controlados sus sentimientos y emociones, como domesticar y amainar sus impulsos, pero desde que vivía sola se había convertido en un huracán liberado, ya no le importaban las buenas costumbres ni a quien pudiese lastimar, era una criatura de pasiones.

Se había convencido a sí misma de que la mejor salida a cualquier dificultad era aquella que le permitía escapar por la ventana trasera sin dar explicaciones ni disculpas, ella ya no necesitaba de esos formalismos desgastados, después de todo la vida se había hecho para vivirla sin argumentaciones.

Este peligroso camino que transitaba la había llevado a negar las consecuencias de sus actos, su forma irreflexiva de actuar la envolvía cada vez más en la negatividad y el dolor.

La mujer desmotivada


¿En qué momento se empezó a torcer la cosa? ¿En qué día o a razón de qué mis ganas de luchar y mi energía se fueron al traste?

Esto es lo que se pregunta la mujer desmotivada cada mañana delante del espejo mientras siente como por encima de su cabeza pululan cientos de preguntas sin respuesta. Como si de una nube negra de moscas atolondradas se tratase. 

Las razones que en su día la hacían saltar de la cama, maquillarse, ponerse la música a toda pastilla y sonreír al pensar en sus sueños, ahora se han convertido en una maraña de indiferencia, desánimo y una sensación amarga en la boca del estómago a la que solo deja de prestarle atención cuando una pregunta resuena más fuerte:

¿Dónde se han ido mis ganas de comerme el mundo?

Así como Sabina busca al ladrón de su abril, la mujer desmotivada busca el origen de su desgana, de su ‘ni fu ni fa’, en medio de decenas de vocecitas que le taladran la cabeza y le susurran ‘Pero si tú antes no eras así’.

La mujer frustrada


La vida tras el cristal. Una vida atrincherada en sus pensamientos, así se encontraba la mujer frustrada parapetada tras la ventana, limitándose a observar.

Afuera, la vida. Dentro, el miedo. Miedo a que descubran lo que es en realidad. Miedo a que vean la imperfección que tanto le cuesta mirar. Es el miedo el que sostiene su careta, y la que le impide amar de verdad.

Para la mujer frustrada no hay nada más doloroso que el miedo a vivir su propia realidad. Vive a medias, se limita a respirar. En realidad, es… morir.  Morir por dentro.

Agotada, impotente, frustrada. No recuerda en qué momento se rindió. Fueron tantas las veces que le hicieron callar, que ya no intenta hablar. Tantas las veces que le cortaron las alas, que ya no sabe volar. Le negaron tantas veces el amor, que ya no sabe si puede amar.

La mujer posesiva


Un día de inverno, la mujer posesiva estaciona su auto y camina. Entra al edificio, sube las escaleras y me mira por primera vez. Yo, con una sonrisa la invito a pasar a mi humilde morada. Se sienta en la silla más cómoda del lugar y yo también me siento frente a ella. Una mesa café nos divide, pero deseo conectarme con ella de corazón a corazón.

La mujer posesiva es una mujer que sufre, que no disfruta la vida. Es una mujer que se siente atrapada en el control de algo o alguien que simplemente no le pertenece. Sus carencias la invitan a creer que así es.

No necesito conocer dónde vive, cuánto tiempo lleva en la ciudad o cómo está vestida. Tampoco me interesa saber las actividades que realiza o los trabajos que ha tenido. Con su nombre y edad me basta. Me dispongo a escuchar su relato mirándola de manera compasiva. La mujer posesiva respira rápido, le tirita la voz y está a punto de explotar. Le ofrezco papel para secar sus lágrimas.

La mujer inconforme


Solo una vela alumbraba la  habitación, me asomé por la ventana, la luna llena brillaba en el cielo junto a miles de estrellas, definitivamente era una noche despejaba y salvo algún coche ocasional, apenas había tráfico, noté el frescor en la cara, mientras pensaba que por fin tenía un momento para mí misma en pensar cómo estaba transcurriendo mi vida, y de momento no pintaba nada bien, al menos desde mi punto de vista.

No se divisaba a nadie por la calle, demasiado silencio. A veces me pregunto si no me conformaba con lo que tenía, un trabajo monótono, con apenas tiempo para vivir, y eso las veces que tenía trabajo, todavía seguía viviendo con mis padres y alternaba mi vida con algún evento esporádico.

Tiempo atrás recuerdo proyectos que abandoné en algún cajón. Toda mi vida no era mala pero en el fondo sabía que podía hacerlo mejor. Hace unos años descubrí que me gustaba escribir, al principio escribía con cierta regularidad, aunque al tiempo, comencé a aparcarlo, por falta de tiempo, o eso decía yo, siempre tenía algo mejor que hacer.

Las horas pasan, los días, los meses y tengo la sensación que todo se repite, sin motivación, acepto lo que tengo, con resignación. Han sido muchos años donde mi vida la dirigían otros, porque realmente no sabía lo que quería.

La mujer dormida


Hoy en mi despertar he sido capaz de mirar atrás y darme cuenta la mujer dormida que vivió en mí durante años, como creció y cuáles eran sus creencias y qué la hizo “vivir dormida durante tanto tiempo”. Todo comenzó desde su infancia.

Desde muy niña traté de estar a la altura de lo que se esperaba de mí. Mis padres me asignaron un papel de mucha responsabilidad en la familia a pesar de mi corta edad y me esforzaba cada día por superarme.

No era buena estudiante, mis padres y hermanos siempre hacían alusión a “mi mala cabeza” y a lo despistada que era.  Y así crecí creyéndome todo eso que decían de mí y sintiéndome inferior en la escuela, poco inteligente.

Ahora entiendo mi lado rebelde a medida que pasaban los años, era una coraza, una forma de protección.

La mujer sedentaria


Recuerdo estar mirando por la ventana de mi oficina, pensar en todo lo que me estaba perdiendo y en las ganas que tenía de salir corriendo a recorrer el mundo.

Estaba atrapada en una rutina que me daba la excusa perfecta para ser sedentaria: despertar a las 07:00 de la mañana, desayunar, ir al trabajo en auto, sentarme durante 4 horas, salir en el auto a almorzar, volver a la oficina y sentarme durante 4 horas más.

Trabajar intensamente en el proyecto de otra persona y volver a casa cansada, frustrada y con ganas de echarme al lado de mi marido a ver Netflix, no tenía ganas de moverme al llegar la noche y mucho menos de madrugar para hacer ejercicio.

Vivía pensando en los próximos 15 días de vacación que tendría donde iba a hacer el “ejercicio del año” recorriendo algún lugar para después volver a la oficina y contar los días para las próximas vacaciones.

La mujer permisiva


Si nos ponemos a ver, en el pasado, las mujeres de antes eran más permisivas que las de ahora. Actualmente se encuentran viviendo un rol de liberadas, de que ellas también pueden hacer lo que hacen los hombres en la calle: trabajar para ayudar en la manutención de su familia, entre otras cosas.

Si retrocedo unos años, cuando recién me organicé con mi pareja, la cosa era diferente. La mujer era la que tenía que hacer todo en la casa. No se veía eso de que un hombre ayudara con los quehaceres, ni con los niños. Todo nos tocaba a nosotras, o se caía la casa de mugre.

Y ni pensar en estudiar y trabajar al mismo tiempo. ¿Quién cuidaba a los niños y hacía las labores de la casa? Era una época en donde éramos tratadas como empleadas domésticas, y solo servíamos para hacer los deberes y tener niños.

La mujer temerosa


¿Alguna vez te has sentido una mujer temerosa? La palabra temor viene del latín timor, que significa miedo, espanto. Y el sufijo –osa indica abundancia. Así que una mujer temerosa es una mujer con mucho miedo.

Si hace unos años alguien me hubiesen preguntado si era una mujer temerosa, rotundamente y con fuerza hubiese dicho: no. Qué poco sabía acerca del miedo y lo profundo que albergaba temor en mi corazón.

Hubiese dicho que no era temerosa porque me ha gustado mostrar a los demás mi valentía y atrevimiento. El arquetipo de la exploradora y la diosa Artemisa suelen ser patrones a través de los cuáles me expreso en el mundo y con los que me siento cómoda.

He hecho deportes de riesgo, no sentía ni siento miedo a la oscuridad, he desafiado normas establecidas como inquebrantables en mi entorno… Descubrí que me engañaba.

La mujer ansiosa


La mujer ansiosa se levanta, es lunes, mientras prepara desayuno, piensa "hoy lo haré bien, comeré sano, iré al gimnasio... si hoy sí".

Piensa: "Vaya finde de evasión", “creo que he bebido más de la cuenta y he descansado poco”.

De fondo, las noticias…”Uf, no hay nada bueno”. Su mente “rumiadora” ya está en otro lado. “Uf, mi jefe, es un petardo, no lo soporto, qué de horas me esperan hoy”.

Se ducha y sale de su casa hacia el trabajo…se siente mal, no sabe por qué, se impacienta, se siente ansiosa. Ya quiere que llegue la noche… su mente está en ese futuro incierto que no llega.

La mujer pesimista


Hoy empieza un día mas en este invierno que tanto me duele, en este pesimismo que tanto me pesa. Veo llover y mis ánimos acompañan al día. Incluso puedo oír el silencio que me asfixia roto por el ruido de la lluvia al golpear en el cristal.

Veo caminar por la calle a otras mujeres que parecen seguras y confiadas. A algunas se les ve incluso altivas y sonrientes. En cambio me miro a mi misma y me veo tan pequeña e insegura. Tan asustada por la vida… y tan lejana del resto.
 
Recuerdo a esa alocada adolescente, de pelo alborotado, optimista, atrevida y descarada con una seguridad en ella que hacía temblar a cualquiera. Recuerdo que le gustaban los días de aire porque “avivaba su fuego interno” decía. Hasta le gustaba mojarse cuando llovía y disfrutaba saltando en los charcos.

Me pregunto qué fue de ella. ¿Cuándo deje de sentirme así? ¿En qué batalla perdió las ganas de luchar? ¿Cuándo hizo los sueños de los demás propios para olvidar los suyos y dejarlos apartados  a un lado?

La mujer agobiada


Las mujeres han llevado históricamente la carga del hogar, es decir, el cuidado de los hijos, de los padres u otros familiares, así como las tareas domésticas. Sea por necesidades económicas o por autorrealización, se han incorporado al mundo laboral.

El problema de ese paso hacia la igualdad, que nos venden, que nos merecemos, es que en muchos casos no ha venido acompañado de dejar de hacer otras cosas. Muchas mujeres están jugando a ser súper mujeres que pueden con todo, haciendo auténticos malabares con sus responsabilidades. Ser madre, hija, abuela, amiga, mujer trabajadora, amante, enfermera, asistenta… Quieren hacerlo todo y hacerlo lo mejor posible y a menudo se ponen a sí mismas y su bienestar en segundo o peor lugar.

Es perjudicial para la salud mental y el bienestar emocional vivir en un constante agobio y estrés. Una mujer agobiada que quiere aprender a quererse deberá revisar varios aspectos de su vida así como su actitud ante la misma.

La mujer sumisa


En esta tarde bella de la primavera ya casi no queda ni una huella de la herida que habitaba en su interior. Parece que algo mágico le ha ayudado a transformarse por dentro, aunque quedan algunas memorias guardadas muy profundas en su interior. Son como las cicatrices que nunca desaparecen y dejan una marca en tu corazón.

Hoy me encantaría compartir contigo una historia de la mujer sumisa que aprendió a amarse que te puede servir de inspiración o también como un aprendizaje.

Tal vez has visto esa mujer muchas veces. Es delgadita, con las ficciones muy finas, piel pálida, ojos grandes y muy bellos. Da pena que casi siempre tiende a esconder su mirada, bajando la vista. Parece que está buscando algo que es invisible para otros.

Es una mujer que suelen llamar sumisa. Cree que cuando está con alguien, en una relación, la vida tiene más sentido. Aunque no se siente del todo feliz.

La mujer controladora


Cada día de su vida, al despertar, la mujer controladora daba gracias por el poder que se le había otorgado, aunque ella, que durante un tiempo había sido capaz de engañar a tanta gente, no se engañaría jamás a sí misma. Bien sabía el precio que había pagado por él.

Se despertó a la hora en punto, la misma en verano y en invierno, esperando encontrar sus cosas en un orden estricto y perfecto. Sus cosas, su orden. Amanecía en una casa sin gente, pero no vacía, sino llena de rutinas. El orgullo era su bandera; el control, su escudo.

Con los ojos cerrados encontró las viejas zapatillas de terciopelo azul marino al lado de su cama, alineadas hasta el milímetro sobre la raída alfombra persa. Si estiraba apenas el brazo, alcanzaba el elegante bastón de ébano con puño de plata que, cada noche, Guadalupe dejaba apoyado contra la mesita de noche.

La mujer dependiente


¿Y si fuera ella? ¿Y si la mujer que toda la vida he estado esperando fue alguna vez una mujer dependiente?

Qué extraño parece mirarse ante un espejo tan potente como el suyo. La mujer que esperaba como agua de mayo es una mujer que no sabía estar sola. Una chica cualquiera en un mundo hostil para sí misma. Una señora de los pies a la cabeza que ha olvidado en el último cajón de la cómoda su dignidad.

La mujer que siempre soñé estaba aquí. Siempre la veía pasar, iba con los hombros caídos, la mirada llorosa, y siempre un grito le pendía de un hilo en esa voz que cantaba al amor por no llorarle.

Esa persona que amo, primero fue mujer necesitada de afecto. Quería que la quisiesen y, sin embargo, jamás la querían. Ella enamoraba, ella seducía. Sabía perfectamente las palabras adecuadas a la hora de que un hombre fijara su atención en ella. Siempre iba elegante. Usaba su vestido como arma de doble filo, igual vestía sus inseguridades de pomposos ademanes que desvestía su alma a los pies de los caballos.

La mujer culpable


Ella se despertó sobresaltada, con la sensación de que era tarde… “me he dormido, me he dormido”. Miró su móvil y vio que eran las 9.30. A las 9h tenía que estar en el trabajo.

Corriendo por la casa y maldiciendo en voz alta se vistió, se limpió la cara con una toallita desmaquillante y salió disparada hacia el tren, sintiendo su pecho agitado, su mente dispersa y sus piernas pesadas: “empiezo bien el día…” se decía.

Ya en el tren, comenzó a escribir un watsapp cuando su móvil se quedó sin batería; lanzó un soplido quejicoso al aire y al levantar la vista se encontró con la mirada de una mujer que había a unos tres metros de distancia, de pie. Aquella mujer sucia y harapienta la miró, y sonrió casi de manera maternal, y ella se sintió triste y pequeñita, avergonzándose por sus quejidos delante de aquella persona que probablemente no tenía nada y que aún así podía regalar una sonrisa sincera.

La mujer inmadura



La sociedad occidental está plagada de “yonquis del amor”. Es decir, mujeres y hombres que defienden un concepto muy particular de amor que no tiene nada ver con la idea de una relación libre, sana, consensuada y mutuamente respetuosa entre dos personas. Por el contrario, con la de un enredo agotador y tormentoso que perjudica tanto el bienestar emocional, como la salud y, a veces por desgracia, la integridad física.

Este amor, característico de la mujer inmadura, se define por la ilusión de lo eterno e imperecedero y está plagado de concepciones erróneas en torno al amor, vinculadas a ideas de posesión del otro y con la creación de vínculos disfuncionales, basados en la dependencia afectiva o emocional.

Una dependencia emocional que es definida como la necesidad que siente una persona sobre otra. Es decir, necesitar del otro para sentirse feliz.

Este es el caso de la mujer inmadura que no puede estar sola porque se deprime y su autoestima decae, siendo incapaz de disfrutar de la vida por sí misma, así que ha convertido su relación con el otro en su única necesidad, con la que cree que solo es capaz de sentirse bien en su presencia.

La mujer perdida



No es difícil reconocer a una mujer perdida, solo tienes que observar su postura, su cabeza, su mirada…. La mujer perdida lleva los hombros caídos y gafas de sol para que nadie pueda saber lo que está mirando. La mujer perdida te observa, no lo puede evitar. Mira todo lo que haces, como te mueves, escucha, analiza; no hay que tener miedo, no es ninguna espía, solo está buscando alguna pista para reconocerse.

Recuerdo haber conocido a alguna mujer así. Suelen estar en silencio o a lo mejor son muy escandalosas y tremendamente activas. Las primeras actúan por inercia, se dejan aconsejar y viven en la más profunda indolencia casi sin saberlo; las segundas cubren sus vacíos con compras, viajes y caprichos con tal de no pensar.

La última mujer perdida que vi posaba en un altar, su mirada estaba clavada en el suelo. El fotógrafo, atrapado por esa atrayente imagen, captó su rostro de inmediato, era demasiado impactante como para dejarlo escapar.