¿Por dónde comenzar a arreglar
el mundo?
Aún
tenían 52 kilómetros por delante y la nieve caía con fuerza. Llevaban ya cuatro
horas de viaje y unos cuantos desencuentros.
A
la mujer intolerante le exasperaba
la actitud de su novio, tranquilo, sosegado, taciturno. Pura pasividad y falta
de criterio. Alguna vez habían hablado de boda, pero eran como el agua y el
aceite. Solo faltaba que se tiñera todo de blanco y quedasen atrapados en medio
de la nada. Con lo mal que llevaba su madre la impuntualidad, más aún esa noche
que se había dejado buena parte de la pensión en la opípara cena de Navidad.
Pero
la nieve caía como queriendo borrar cualquier otro desvelo.
—Tendríamos
que parecernos más a los yanquis —decía ella—. Aquí vemos como enemigo a
cualquiera que tenga una religión distinta. Y desde el 11 de septiembre, peor,
mucho peor, más fanatismo. En la escuela, la pobre Zurah ya no sabe qué hacer ni qué decir. Está
hasta la coronilla de que todos la miren como si ella en persona hubiera hecho
estrellar los aviones. Que se quite el velo, que se ponga ropa de aquí, que se
parezca a nosotros, que si esto, que si lo otro... —Cortó el aire con un
manotazo—. ¡Que vaya como le dé la gana! ¿No? Estoy segura de que en Estados
Unidos son mucho más abiertos, que saben distinguir más, y eso que aquello pasó
allí. Además: a ella le gusta la Navidad. Dice que en su casa la celebran. El
problema no es suyo, es nuestro. Somos unos intolerantes de mierda.