El viaje hacia la sanación


Hace unos años atrás inicié un recorrido que tenía un principio, pero no tenía certeza del final. No sabía cuánto tiempo me llevaría, ni hacia dónde iría, solo decidí empezar el camino con la idea de sentirme diferente, de crecer, de encontrarme en algún punto del destino final.


Al iniciar esta trayectoria, en lo que pensaba era en descubrirme, andaba buscando respuestas a preguntas que daban vuelta en mi cabeza día y noche, incluso llegué a la línea de salida pretendiendo reclamar lo que según yo tenía en falta, lo que no me habían dado, aquello que me hacía una mujer incompleta.

En ese momento mi mundo era como una pintura abstracta, llena de colores, formas, objetivos, puntos de vista en donde muchos tenían sus opiniones y perspectivas, pero al estar inmersa dentro de esa pintura no había forma de encontrar orden, de encontrar salida, de poder verme reflejada en el espejo. Me sentía llena de todo y al mismo tiempo de nada, me sentía agotada, paralizada y obviamente con los ojos cerrados para no ver lo que estaba a mi alrededor.

La experiencia de ser madre



Ser madre puede ser la experiencia más feliz y también más dolorosa que una mujer pueda experimentar.


Desde chica nos acondicionan con la doctrina de que las mujeres debemos ser flacas, lindas y casarnos con un hombre que nos pueda mantener, mientras nosotras nos quedamos en la casa cuidando y criando nuestros hijos. Y a pesar de que se oye muy lindo no puede estar más lejos de la realidad.

Cuando llegamos a ser adultos nos damos cuenta de que nuestra idea de una familia feliz y perfecta solo existe en cuentos y películas. Y ese mundo feliz y color de rosa que habíamos imaginado se derrumba frente a nuestros ojos.

La desilusión, frustración, la comparación, la envidia, el miedo, la culpa, el rechazo, por mencionar algunas emociones, se convierten en nuestras mejores aliadas. No hay un manual de instrucciones para ser mujer o para ser madre. Ser mujer no es nada fácil, pero ser madre es mucho más.

El día que dejé de ver debajo de la cama



Crecimos escuchando historias, esos cuentos donde la protagonista es una princesa indefensa esperando ser rescatada por un apuesto y gallardo príncipe o hermosas y perfectas princesas que tenían que besar un asqueroso sapo o soportar el mal humor de una bestia peluda para lograr, con el beso de “amor verdadero”, transformarlo en un hombre decente con quien por fin podían ser felices.


Sí, esas fueron las historias de nuestra infancia. No es de extrañar que muchas no lo lográramos y termináramos teniendo relaciones desastrosas porque en la vida real, los cuentos se dan a la inversa: los galantes caballeros se transforman en bestias que incluso te amenazan de muerte.


Aunque tengo que ser justa: no se trata solo de las historias que hemos escuchado porque, aunque creo que pueden influir, la verdad es que cada una decide cómo escribir la suya. En eso creo, soy firme partidaria de asumir la responsabilidad.  Y nota que hablo de asumir responsabilidades, que es muy diferente a achacar culpas. Pero eso, y otras cosas más lo descubrí el día que dejé de ver debajo de la cama.